Llevo tanto tiempo llorando que ni siquiera recuerdo cuándo he empezado.
Sé que he ha habido momentos de todo tipo de llanto. Del fluvial, cuando las gotas descienden en cauces hasta la barbilla y se precipitan al vacío. Del de secano, cuando hace falta mucha cantidad de líquido para reunir una sola lágrima y parece que no vas a poder soltarla nunca y, si lo logras, te sientes hasta liberado, como al vaciar las tripas en la taza del váter. Del histérico, que suena con la i todo el tiempo: iiiii, iiiii, iiiii, y si balbuceas también usas la i, pirquí, pirquí, pirquí tidi mi pisi i mí, mientras tus hombros convulsionan frenéticamente y ahogas gritos de rabia poniéndote entre las mandíbulas un cojín o un brazo; o exhalándolos en caso de estar solo, para asombrarte de lo ridícula que suena tu pena, de lo insignificante de tu desgarro si tú mismo puedes separarte de él y mirarlo desde fuera y juzgarlo así, así de absurdo.
Al final, después de pasar por todas estas fases de llanto, uno se cansa.
Así que estoy tirada en el césped del parque. No quiero volver a casa. Se me está quemando la punta de la nariz. Es prácticamente lo único de mi cara que las gafas opacas de súper estrella dejan ver. Me he colocado los auriculares para escuchar algo que no sea mi estúpido dolor. Me dejo balancear con el de los demás: las voces quebradas. En ocasiones despunta un acorde alegre de la lista de reproducción; y yo, según me pille, cambio de canción instintivamente o la dejo sonar y me quedo mirando sin expresión las nubes del cielo.
Ahora pasa una con forma de península ibérica. Le han arrancado Portugal y han emborronado las Baleares con el índice, pero es España. España se mueve hacia la izquierda muy rápido. El resto de nubes que vienen por la derecha tienen forma de islas más o menos grandes: como Hawái o como Madagascar. No puedo ubicarlas porque no sé mucho de Geografía. Solo conozco la forma de mi país. Normalmente, con eso basta. No me han enseñado a mirar más allá de mi ombligo. Quizá si supiera identificar los árboles que están ahora en flor, esos de color rosita, lloraría menos y de menos maneras. Para mí, el mundo real es el de la pantalla. Lo echo de menos a cada rato. Aun inmersa en la peor crisis de mi breve historia personal, saco un segundo para pensar en cómo quedaría mi llanto con tal o cual canción de Spotify de fondo.
Sí me acuerdo de cuándo ha empezado.
El llanto.