Se quedó preñada
de un polvo sin corrida.
Y tuvo que encaminarse
derechita a la clínica.
Por el camino le tiraron huevos
y la llamaron asesina.
Le dijeron que su bebé
era del tamaño de una lentejita.
Cuando le vaciaron el útero
del condón que nunca abrieron
le dio por pensar el motivo
de su excursión intempestiva
y se dio cuenta de que él
no la había acompañado a la clínica.
Que el trauma fresquito
por dentro se le enquistaría
que no podría evitar pensar en ello
al juntar dos niños un balón un parque
una muñeca un parpadeo una sonrisa inocente
y la palabra asesina
serpentearía, sibilina
desde la punta de la lengua ajena
por entre el tímpano, rozando las venas
hasta hacer diana en su corazoncito
Mientras el corazón del susodicho
-que estaba en el glande-
nunca sufrió:
no quiso ahogarlo con látex
no lo raspó luego en cirugía
y, por supuesto,
no lloró las lágrimas del bebé
que jamás llevaría su apellido.