Quiero hablar de Rupi. Un poco porque me da la gana, un poco porque esta tarde me he acordado de ella.
La verdad es que pienso en Rupi a menudo. De vez en cuando. Menos de lo que debería según algunos, probablemente. Más de lo normal, si atiendo a otros parámetros. Pero Rupi me enseñó algunas cosas que se han quedado conmigo y la recuerdo con cariño, aunque ella a mí no. Así me lo aseguraron: no se acordará jamás de ti. Lo dijeron como algo positivo. Para animarme a deshacerme de ella.
Rupi era una cachorrita mestiza, mitad blanca, mitad negra. Tenía una mancha encima del ojo izquierdo y se te acurrucaba, temblorosa, dondequiera que estuvieses. No tenía ganas de quedarse sola. Era la debilidad hecha perra. Quizá por eso me eché a llorar en cuanto mis ojos se encontraron con los suyos y mis manchas con las suyas. Me sentía indigna de albergarla entre mis brazos y tratar de abrigarla con mi cazadora. Tan pequeña.
Cuando fui a recogerla a la tienda de mascotas no tenía muchas dudas al respecto, sencillamente porque no lo pensé: iba a quedármela. La habían encontrado al lado de un contenedor junto a sus seis hermanos y ella era la única que quedaba por colocar. La veterinaria aseguró que podía ir a verla sin más, como en una cita a ciegas, y ya decidir; pero eso no funciona así. Cuando te enamoras, te enamoras. Da igual dónde tenga la mancha o el color del pelo. Si es blanca o negra. Eso no funciona así.
Así que fui y la recogí y lloré y la llevé a casa escondida del viento para que no pillara infecciones. El motivo de que hubiera, de pronto, una perrita en mi habitación, era incierto. Yo había cacareado desde la infancia que quería un perro; quiero un perro, quiero un perro, quiero un perro, como quien pide la Barbie Cenicienta y no la consigue nunca. Un buen día mi madre dijo que me vendría bien tener responsabilidades. Y el perro podría ser una responsabilidad. Y que había un perro esperándome en una tienda. Yo pensé en llamarlo Fante si era macho y en Rupi si era hembra: en ese momento le daba mucho a los poemas de Rupi Kaur, y bueno, Fante es Fante. La gente decía que mejor que fuera hembra, porque Fante sonaba a Fanta, pero ya sabemos, en general, que la gente es gilipollas.
Rupi. Te llamarás Rupi, le susurraba, mientras se adormilaba, temblorosa, en mi regazo. Ese día no me moví, no escribí, no trabajé; me dediqué a limpiar sus mierdas explosivas y a acariciarla y a llorar, solo a eso.
Esa misma noche mi madre estaba desquiciada con la perrita nueva, yo ya he terminado de criar, se lamentaba, y a mí su agobio me congestionaba. Lo peor fue dejarla en otra habitación por la noche. Nos aconsejaron que hiciera caca en un sitio que pudiera ensuciarse y eso. Yo no podía conciliar el sueño sabiendo que Rupi estaba sola a oscuras en la otra punta de la casa.
Al día siguiente me planteé nuestra relación y me obligué a sentarme a trabajar en el escritorio mientras ella no dejaba de mirarme, triste. Los perros sienten los estados emocionales de los dueños, me explicaron. Me sentía mal por estar triste y que mi perra lo estuviera. La miraba y ella me miraba, tumbada en el suelo. ¿Tan triste estaba yo, que Rupi tenía esa pinta?
Vomitó un par de veces. Pompas de jabón, parecían. Llamé al veterinario, alarmada, y la llevé para allá. Rupi estaba malita, había que ver qué le pasaba. El veterinario se fijó, en cambio, en mis pintas: un moño mal hecho, la cara hinchada y roja de llorar, la sudadera del pijama y una mancha enorme en los vaqueros. ¿Qué te pasa?, preguntó. Yo rompí a llorar otra vez.
—No puedo.
—¿No puedes qué?
—No puedo cuidar de nadie. Ahora mismo no puedo cuidar de nadie.
Hasta entonces a mí se me morían hasta las plantas y tampoco tenía mucha idea de cómo mantenerme viva por dentro. Esa es la verdad. Pero estaba saliendo del hoyo y escribiendo y haciendo mis cosas y toda mi ocupación se centraba en darme a luz a mí misma. Por eso mi madre pensó que necesitaba responsabilidades. Porque no nos habíamos dado cuenta de que yo tenía responsabilidades, pero eran otras. Consistían en centrar mi vida en mí, por primera vez. Ponerme en el eje, vaya.
Cometí el error –frecuente- de pedir consejo en un chat muy numeroso. Las opciones que me sugerían eran muy variadas, desde los votantes de PACMA hasta los que asimilan los perros a las cucarachas. La querencia de los seres humanos por las mascotas depende de su experiencia personal, y los consejos eran tantos como los culos del mundo, que cada uno tiene el suyo y tal.
Intenté concentrarme en mi criterio. A mí me parecía que los perros había que quererlos y había que cuidarlos. No dejarlos dormir a solas ni aprender a echarles la bronca. No me veía capaz de eso. Mi error era la ignorancia y el desconocimiento de lo que suponía un cachorro. Estaba enamorada de ese cachorro, pero no estaba preparada para él.
—Hay que disfrutarlo —concluyó el veterinario, suministrándole un antibiótico a Rupi—. Si no la vas a disfrutar, hay una familia esperándola que llamó justo después de que te la llevaras. Tranquila. No te recordará. Jamás.
Yo no hacía más que llorar y mi madre vino y contestó a ese señor que sí, que vale, aunque la perrita estaba a mi nombre en la carta de adopción.
Dar a Rupi a ese señor, después de 24 horas juntas, fue una de las cosas más duras que he hecho en mi vida, suene eso como suene. He tenido que hacer cosas muy duras para mi tierna edad, de verdad que sí. O al menos, a mí me lo han parecido. En comparación con la trayectoria vital de según quién, pues seguro que no.
No pegué ojo la noche siguiente pensando qué clase de persona sería yo, cómo acarrearía ese trauma para siempre, si eso significaba que no podía ser mamá o tener un perro cualquiera o cuidar de una pareja. En qué me convertía ponerme por delante de un animal, de un cachorrito. Por qué yo era incapaz de dejar de llorar al ver los ojos de necesidad de esa perra.
Cuando salió el sol –era febrero y estuve toda la madrugada en la terraza- me desvestí y me tumbé en el suelo. Pasé algo de frío y luego entré en calor.
Por alguna razón, de pronto entendí que ese acontecimiento sería lo grande que yo quisiera. Que podría martirizarme para siempre y acarrear la culpa perenne o hacerlo liviano y asimilar mis 24 horas de Rupi a un acogimiento temporal, no a una adopción fallida. Podía sentirme una puta mierda o quitarle hierro, vaya. Rupi tenía una familia que la agradecería más que yo, y punto. Le gustara o no a mi ego, yo no era el tipo de persona que podía cuidar. No entonces. Me tenía que cuidar a mí. Por eso lloraba al verla, porque me daban ganas de que ella me abrazara y no a la inversa. Porque me sentía demasiado débil para ocuparme de una debilidad ajena. Esa era mi verdad, no la de nadie más. Ni la de PACMA ni la de los cucarachistas. La mía. Punto.
Me vestí en esa mañana de febrero y salí a la calle a dar un paseo.
Rupi tendrá otro nombre ahora y estará en otro sitio y no pienso mucho dónde y con quién estará. Me enamoré de ella y ella de mí no, ella necesitaba un sitio agradable donde hacerse fuerte hasta que pudiera cuidar de sus dueños también. Igual que yo.
No pienso mucho en la Rupi adulta ni en cómo jugueteará con las cosas porque mi Rupi fue mi Rupi durante 24 horas y me alegro de no haberme forzado a quedármela y obligarme a quererla. Me alegro de no optar por la vía convencional de la culpa y del martirio, me alegro de haber sabido decir no a mis responsabilidades opcionales, y me alegro de ser capaz de recordarla sin sentirme una puta mierda y de contarlo ahora y que me dé igual si alguien piensa que lo soy.
De Rupi aprendí el dificilísimo arte de cuidar a otro ser vivo; que no siempre es tan loable ni tan necesario, que a veces uno va primero, que no se puede contentar a todo el mundo y que la jerarquía de valores es la propia y de nadie más.
Y eso queda entre Rupi y yo. Que no se acordará jamás de mí, pero yo de ella sí, a flashazos y para siempre, como esta tarde.