Decidí volver a casa en un impulso automático, apenas cinco minutos en los que iba rumiando la posibilidad de coger un tren, con toda la claustrofobia que me da, y a la vez iba metiendo cosas en una mochila: los cuatro cuadernos que llevo en danza, la agenda, los dos libros que alterno, el portátil. Y un neceser. Y la cajita redonda de las lentillas. Y las gafas.
Equipaje de nerd.
Volví. Me planté donde siempre como nunca antes: con necesidad imperiosa. Encontré el pasillo cubierto por papel y esparadrapo, cortinajes de plástico en cada puerta. Algunas habitaciones, desnudas, con la pintura fresca emanando ese olor de droga. La mía, repleta de libros.
Columnas enteras. Habían salido del último resquicio de la casa para llegar a mi escritorio, apenas podía moverme en tan ínfimo espacio.
Salí a la calle. A vivir. Que es lo que se hace en los ínterin, todo el rato. Se vive.
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Hoy quiero dar las gracias a la persona que me compró todos esos libros. El que, justo después de apurar los restos del plato, se ha preparado su café y su onza de chocolate negro reglamentarios y, antes de cerrar la puerta, ha dicho:
—En comida y en libros, lo que haga falta.
Esa persona me compró todos esos libros. Y más. Más que se reparten por esta casa, por otra casa, por todos sitios. Y no solo hizo eso: cuando yo no sabía leer, él me los narraba. Antes de dormir, lo último que escuchaba era su voz resonando en la oscuridad. Sentía su cuerpo caliente junto al mío, el colchón vencido por el peso de sus músculos recios llenos de chocolate puro. Una voz acompasada que iba dibujando historias de líneas y colores, personas, casas de galleta, migas de pan por el camino.
No, no solo me narraba los libros. También los inventaba. Me pedía un punto de partida y desde ahí tiraba, tiraba del hilo y componía un cuento. Él mismo. Creaba un universo en mis ojos atentos a vencer la oscuridad para sumergirse de lleno en los colores y maravillarse a cada giro de la historia. Hasta que perdía en la lucha con los párpados.
Cada noche, yo perdía la batalla. Pero la ganaba. Ahora lo sé y lo entiendo.
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En los ínterin no entiendes nada, pero vives igualmente. Esto me lo repito a menudo. Porque gracias a esa persona, yo soy quien soy y vivo como vivo, y lo desentraño poco a poco. Me ha regalado una cosa que nadie me quita. Nadie. Nadie me la quita. Y esa cosa me espera, pase lo que pase. Me dice «tranquila, ya lo entenderás. Tú sé sincera y yo te lo explicaré. Compondré historias y verás otra vez líneas, formas, colores. Casitas de galleta, migas de pan. Tú solo preocúpate por mantener los ojos abiertos en la oscuridad. Y espera, sé paciente. Y cuando estés cansada, cierra los ojos sobre el peso vencido del colchón y siente este calor de carne aunque no haya nadie más que tú. Estás tú. Está tu cuerpo, que contiene todas las vivencias. Las historias. Están ahí. Vívelas. Nárralas».
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La silueta de los monigotes, las páginas fluorescentes. La hilera de lomos de libros, inacabable, en la estantería de El Corte Inglés. Esa persona me llevaba antes de verano para una primera selección: no más de quince, me decía; yo me quejaba, pero si luego me los acabo en seguida, con el culo metido en la piscina todo el día, venga a leer y a comer frutos secos, sin hacer más que eso, niña rata, qué tipo de equipaje va a hacer en cinco minutos una niña rata, o no, pues lentillas para la miopía y libros y libretas y un ordenador, que es como otro libro y otra libreta infinitos; una auténtica nerd.
Y esa persona prometía volver en pleno agosto a por más en caso de que lo necesitara. Y cumplía. Siempre. Con su palabra. Por eso podía leer tres o cuatro a la vez, según mi estado anímico.
He crecido entre páginas. Rodeada de colores en la oscuridad y una voz acompasada que nunca me soltaba. Hasta que empecé a distinguir la mía propia. Y esa voz es la que siempre espera, la que nunca se pierde. Lo más sagrado. Lo que se carga mi vida cuando no es mía. Lo que me cura, lo que me alivia, lo que celebra, lo que arriesga, lo que dirige.
Si sigue habiendo libros en el mundo, yo no moriré nunca. Esto también lo repito a menudo. Nunca querré morir. Nunca me moriré si alguna frase mía sigue viva.
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Esta persona que ahora mismo consume su ración de telediario y come su chocolate puro y bebe su café y probablemente lea un rato luego, o no, porque tiene que ir a trabajar para asegurarse de que seguimos teniendo pintura fresca en las paredes y velos de plástico que cubren lo de siempre para darle un aire misterioso y comida en el estómago y libros que devorar,
esta persona que me ha acunado, que me ha remetido la colcha bien tirante bajo el cuerpecillo antes de dormir,
que me ha escrito cartas cuando las amigas me desplantaban y cuando los novios desaparecían,
que ha puesto la banda sonora a los momentos más desamparados de mi vida, cuando necesitaba ese peso venciendo la cama y solo encontraba el mío, insuficiente,
esa persona es mi papá. Que tiene la cara partida en una sonrisa ascendente porque sobrevivió, de niño, a la hélice de una barquita. Y su cicatriz siempre sonríe más que él mismo.
Porque mi papá fue niño, como yo, y sabía del valor de esas historias para que un día, lejano en el tiempo, yo pudiera alumbrar las mías propias y convertirme en adulta.
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P.D. Y justo antes de publicar esto y sin saber qué estaba haciendo aquí frente al ordenador, mi papá ha venido a mi habitación llena hasta los topes, solo para darme un abrazo. De verdad. Lo juro.