En mi patio hay bichos. Y flores.
Hay bichos libres y flores en macetas.
Tengo una cucaracha que sale de noche del hueco del váter. No del desagüe, el de atrás, el que está mal sellado. Sale y se coloca al lado de la cisterna. Si llego más tarde, la encuentro campando a sus anchas por la ducha o por el toallero.
La primera noche cerré la puerta y usé el otro baño.
La segunda noche pensé que conviviríamos por turnos. Yo de día, ella de noche.
La tercera noche encendí la luz y subí la música y no salió.
La cuarta noche cogí la zapatilla y la aplasté. Luego le di otra vez solo por gusto. La cogí con trozo de papel higiénico y vi cómo las olas del retrete se la llevaban. Sonreí.
La quinta noche había otra en su lugar. O era la misma, que había resucitado.
Tengo un grillo que canta. Se coló en el salón. Lo atrapé con un vaso y lo solté en la calle. Subió a los árboles y siguió cantando a lo suyo. De vez en cuando me parece hallar en sus tonos la letra de alguna canción conocida.
Tengo una rata. No la que apareció con las tripas fuera, envenenada, explotada, en la calle. Otra rata. Se escondió detrás de un mueble. Fui a por la escoba y una linterna. Cuando me atreví a mirar, ya no estaba.
Tengo arañas en telarañas sobre las hojas de las plantas.
Tengo bichos de bola.
Tengo gatos que se cagan siempre en el mismo sitio.
Tengo pájaros. A veces. Hacen nidos y luego se van.
Y las flores. Muchas, muchas flores.
En mi patio tengo cadáveres de bichos. Barro las flores secas y sus hojas. Tengo cementerios. En mi patio hay adioses y algunos nacimientos. Crisálidas. En mi patio todo se mueve y nada cambia nunca.
De vez en cuando me descubro en el reflejo de alguna ventana. Cuando se apagan las pantallas despunta mi contorno en lo negro.
Aquí estoy con mis bichos y mis plantas, vivos y muertos.
Todos estamos medio vivos, medio muertos.
Pasamos los días en silencio pacífico y solo se oye al grillo cuando le apetece. El resto, mutis. Es eso. Una orquesta de silencios. Mi patio es una orquesta silenciosa. El viento que agita las ramitas no hace ruido.
En ocasiones rezamos. Juntos. Cerramos los ojos y olvidamos las peleas, quién mató a quién, quién se comió a quién, quién huyó de quién, quién temió a quién, quién se impuso sobre quién, quién chilló a quién, quién hizo daño a quién.
Mis bichos y mis plantas saben lo que hay. Saben que son lo que son y a la vez somos lo que somos. Saben del singular y empiezan a intuir el plural. Ellos no deciden su apariencia. Yo mato según el aspecto y el potencial daño. Todos hacemos lo mismo. En mi patio coexiste la naturaleza salvaje más civilizada. El instinto de supervivencia mientras impera la vida y no llegan las muertes.
Cuando cae la noche y salen todos yo me blindo en mi habitación, enciendo la bombilla para que no me piquen, bajo la persiana. No me asfixio aunque no circule el aire. Sigo cubriéndome con el edredón.
Entonces los verdaderos bichos y las verdaderas plantas se descubren, en enredaderas de subconsciente, y me arrastran lento a una nueva vigilia con el poso leve del desconcierto.
Mis bichos me miran y yo los miro. Las plantas sonríen y prometen algo.