Me tendrías que ver ahora mismo, te lo juro, estarías descojonado vivo, haciéndome mofa por la postura en plan Salvar al soldado Ryan, aunque no he visto esa peli, no sé de lo que hablo. Más bien soy Bubba, el de Bubba Gump, el de Forrest Gump, muriéndose en los brazos de su amigo. Ese sí lo recuerdas, ¿no? La movida es que me estiro en la alfombra para evitar las punzadas de dolor, como si me hubieran pegado un tiro a bocajarro y me hubiera quedado pajarito mirando el techo. Es la única manera de reducir un poco los síntomas de mi mal. Mi mal: la menstruación. Poco original, al menos si piensas en el cincuenta por ciento de la población. Una vez conocí a una chica que lloraba de dolor en el gimnasio. Le pregunté si llamaba a una ambulancia y contestó, no, qué va, es solo la regla.
Solo la regla, dijo la tía, llorando de dolor. Solo la regla, una vez al mes. Cada mes. Durante toda su vida fértil.
Yo cuento mis reglas para calcular la distancia contigo. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez reglas. Diez pequeños óvulos que no fecundaste. Diez posibles niños o niñas sonrientes que jamás serán nuestros. Míos. Quiero decir míos.
Y cada vez duelen más, ¿sabes? Cada vez el endometrio se desgarra con más fuerza. No sé por qué sucede, y probablemente te dé asco saber estas cosas, pero óyelo bien: estas cosas ocurren, maldito hijo de puta. Siempre me ha gustado ese insulto, aunque es injusto. Te insulto a ti llamando puta a tu madre. ¿Tiene eso sentido? En tu caso sí, tu madre era una zorra, basándome en las cosas que tú me contaste. Pero ya no se sabe muy bien cómo insultar a las mujeres. Por lo que son, me refiero. Sin insultar de refilón a otro colectivo.
Pues ahí va otro baby que no será nuestro, o sea mío, ni de nadie. Solo sangre, coágulos que me hacen fosfatina por dentro. Se revuelven con saña, manchando el reloj biológico con salpicones como en una peli mala. O como en una peli buena, pero de hace mucho tiempo. Antes la sangre parecía más kétchup que otra cosa.
Te aseguro que mi sangre es real.
No me has fecundado este mes, ni lo hiciste cuando tuviste oportunidad de hacerlo. Me gustaría decirte que me habría gustado que lo hicieras, pero ya no lo tengo tan claro. Sé que en un momento pasado era lo único que me apetecía. Pero ahora no lo sé. Esa es la verdad, Guillermo. Qué quieres que te diga.
Ni siquiera éramos pareja. Te ofrecí pasta por tu semen. Así de claro. Me pareciste majo, un tío listo, medio guapo, y bueno. Yo quería un hijo. Me pareció que tu hijo sí que podría ser decente. No un tarado. Tenía algunas referencias tuyas, pocas, las de Julio, nuestro amigo en común. Dijo que no eras un tarado. Un poco capullo, pero no un tarado. Fue suficiente. La alternativa era dejarme inseminar por un total desconocido. Tú eras un desconocido, pero no total. No me apetecía eso. Estudié las leyes de Mendel en el cole. Apenas las recuerdo, pero en fin. Al menos podía mirarte a la cara cuando hacíamos las prácticas. Hacer previsiones sobre colores de ojos y tonalidades de piel.
No quería experimentar con tubitos, tú no pusiste pegas. Venías cinco días al mes, los de probable ovulación, a echarme un polvo aséptico. Al principio te concentrabas en la pared y empujabas, pero fuimos cogiéndole el gustillo pronto. Como quien no quiere la cosa, me colocaba un conjunto de lencería en lugar de las bragas gigantes, tan cómodas, de UNNO. Un día se te escapó un beso. Otro día te agarré la mano. Empezaste a intentar que me corriera, aunque no es necesario con fines reproductivos. Pasaste mucho rato descifrando mi cuerpo. Cada regla era un fracaso y luego una victoria: un mes más de ti. Calculaba los días que restaban hasta volver a verte, que sonara el timbre, abrir la puerta, dejarme llevar. Nuestro maratón semanal. Quédate a ver una peli, y cuál, Salvar al soldado Ryan, no, esa no, vamos a ver Forrest Gump, que es mi favorita. Y así, pues acabamos yendo al cine. Ya sabes. Compartimos veinte variedades de comida china exprés y nos reímos jugando a las focas con los palillos. Luego me contaste que tu madre te abandonó.
Y entonces me abandonaste tú.
No diste explicaciones. Dijiste que no podías seguir trabajando para mí. Me ofrecí a pagarte el finiquito, tiene gracia, y te pedí que te pasaras. Pensaba sacar el picardías, la artillería pesada, a ver si te convencía. Te negaste y mi plan se frustró. Fin, me dijiste, no puedo seguir con esto.
Fin. Fin de la peli. Bubba muere.
Diez reglas después, aquí estoy.
Que no sé si este es mi castigo o mi suerte divina. Solo pienso en lo duro que es sentir el endometrio desgarrándome las entrañas, pero sería más duro tener un hijo con la mitad de tu cara, o con un ojo de tu color y otro mío, o con la piel a rayas de matices oliváceos. ¿Sabes? Los hijos son para siempre, no se devuelven.
Me pregunto si después de todo me has pegado un tiro a bocajarro para que acabe muriendo en tus brazos de humo de pistola. Me pregunto si ahora, en este siglo, la sangre es más real que en el anterior. Si antes era kétchup y ahora es solo sangre. Coágulos de sangre. Me pregunto si después de todo nuestro amigo en común no tenía razón y no eras más que un tarado.