Estoy tomando café enfrente de tu casa. En nuestras citas mensuales no lo hacía; subía directo. Llamaba al telefonillo con el corazón latiendo fuerte en la garganta. Tranquilízate, hombre, me susurraba. Solo vas a follar. Solo vas a trabajar. Me hacía gracia imaginarme como un gigoló a domicilio. Ya sabía que no lo era, que más quisiera tener el físico -al completo- de un profesional del sexo.
No, yo soy un chico normalito. Y tú, Ana, eres una mujer fascinante. No sé en qué planeta podría darse semejante coincidencia, tú y yo, yo y tú, desde luego en este no es muy probable. Quiero decir que no me había visto en una así, nunca. No soy el que llevaba de paseo a las chicas guapas. Yo soy el amigo simpático. ¿Sabes lo que te quiero decir? Yo soy Forrest y tú eres Jenny. Eres la que se acaba enamorando del retrasado porque es entrañable. Yo soy el retrasado. Ni siquiera entrañable.
Nunca me preguntaste mis motivos.
Diste por hecho muchas cosas, me parece.
Solo me contaste los tuyos: quiero un bebé, quiero conocer sus orígenes, quiero conocerte. Julio me llamó para pasarme tu número con aquella petición tan surrealista. ¿Te acuerdas de mi amiga Ana, la del pelo largo y castaño? Joder, Julio, será que no había mujeres en tu cumpleaños con el pelo largo y castaño. Bueno, Guille, Ana es difícil de olvidar.
Mira tú por dónde, supe a quién se refería ipso facto. Se me quedó grabada tu risa ronca.
Se te había quedado una cáscara de cacahuete en la paleta, lo vi a lo lejos. Habría querido quitártelo con un dedo y luego besarte los labios, pero no lo hice. Tú sostuviste mi mirada y sonreíste con la mancha marrón en los dientes. Estabas guapísima, con esa cascada de pelo oscura. Un poco ridícula, es cierto. Pero me gusta cuando estás ridícula casi más que cuando estás seria. O cuando estás eufórica. O cuando estás emocionada.
No, cuando estás emocionada me gustas más.
Remuevo el café con leche, se me está quedando frío. Cuento las ventanas desde el suelo hasta tu apartamento una y otra vez. Intento traspasar la pared de ladrillo para verte haciendo cualquier cosa.
Me ofrecías café cuando acabábamos. Conforme los meses avanzaban, olvidabas ponerte la ropa después. No me sorprendían tus conjuntitos con encaje, que lo sepas, Ana. Me sorprendías más con la camiseta de Pac-Man llena de manchas de kétchup.
Me servías el café y contabas alguna historieta anodina. Tus amigas casadas, tus amigas con bebés. No entendía por qué querías parecerte tanto a ellas. Siendo así. Siendo como eres. La chica de la mancha en la paleta que sonríe. La Ana del cumpleaños que ningún tío olvida.
Me gustas emocionada. Me gustas haciendo la foca con los palillos, pero cuando lloras viendo una peli se me encoge algo y no lo aguanto.
De pronto se ha abierto ante mí un precipicio. Es un abismo tan oscuro como tu pelo. Debajo tiene haces de luz blanca.
Parece un poco la muerte.
También la vida.
Y me di cuenta de que eso hacíamos: intentar alumbrar la vida. Juntos. No estábamos conociéndonos poco a poco. Nosotros creábamos un individuo -un corazón que late, unos pies que caminan- en aquellas tardes eternas, cinco días al mes. No era suficiente tiempo, a la vez era demasiado.
Cuando llorabas con la ficción me enternecía, pero cuando te limpiaste una lágrima discreta, con el puño de la chaqueta frente a nuestras veinte variedades de comida china exprés al escuchar la historia de mi madre, no pude soportarlo más.
Tú me recuerdas a ella. A la imagen que he creado de ella. Eres fuerte, eres independiente. Tienes suficientes agallas para ser madre soltera, al contrario que el resto de tus amigas. Eres esa chica que te lleva al precipicio y te enseña lo que es la vida y la muerte.
Las chicas así se cansan rápido, Ana. Mi madre se cansó rápido.
Lo entendí. Que ibas a huir. No me malinterpretes, no pienso que vayas a ser mala madre. No sé si la mía lo fue. Mala, me refiero. No es cuestión de buenos o malos. Ella se marchó porque tenía que irse. Fue mi padre el que no le permitió volver a llevarme al cine los domingos, y antes de eso, el que le impidió que me llevara con ella.
Mi madre estaba aburrida de mi padre, no de mí. Pero de mí habría terminado cansándose.
Por qué no ibas a aburrirte tú de mí. Yo soy el chico de dientes limpios en el que nadie se fija. Tú solo reparaste en mi existencia por tu análisis clínico. Viste un órgano reproductor en mis vaqueros.
Poco a poco, sí, vale, ibas comprando esos sujetadores para volverme loco. No sabías que no hacían falta. Y que cada vez me costaba más reprimir los temblores cuando entraba en tu cuerpo. Tampoco sé si te diste cuenta de eso.
Ana, un bebé, estábamos intentando hacer un bebé.
Cómo iba a soportar eso. Que me abandonases después. Que cerrases la puerta de tu casa para siempre con ese niño dentro, parte de mí. Y yo, pidiéndome cafés con leche frente al edificio donde vivís. Yo, Guillermo, el chico majo de la fiesta; borrado del mapa. Un recuerdo fugaz en los rasgos de un niño del que puede que no te cansaras nunca.
Podríamos haberle dado a ese niño una vida genial, o una vida, a secas. Pero, en mi experiencia, en las noches que he echado de menos a mi madre, te puedo decir que preferiría que tuviera dos personas a su cargo.
Yo querría estar ahí. Eso es todo.
Por eso no volví a por mi dinero. No lo quiero. No soy ningún gigoló. Y con estos meses me doy por pagado. Me conformo con imaginarte mientras remuevo sin parar mi café con leche. Vueltas y vueltas para no ir a ninguna parte, Ana. Tú llegarás donde quieras con tu pelo largo y castaño.