—Parece que nuestros viejos códigos se están quedando pequeños.
—Eso parece.
Hablaba con R, que ha sido mi compañera de aventuras desde siempre. Las dos nos hemos criado lejos de la desgracia y vemos el mundo en bicolor, muy a nuestro pesar. Por eso las adversidades nos zarandean más de la cuenta y a veces nos abruman.
Pero el mundo a veces es bicolor. Aunque según dicen por ahí las cosas no son buenas ni malas hasta que se piensan, esta existencia es compleja y conviven los opuestos. No se trata tanto de una contradicción como de una paradoja.
Reflexiono sobre los contrarios, cómo en mitad de la guerra una mariposa puede venir a posarse en tus dedos, y voy a fregar los platos. En plena tarea, el estropajo se me escurre y da un triple salto mortal hacia atrás, cayendo por el lado correcto –contra la ley de Murphy- en la encimera. Preocupada como estoy por el estado de emergencia, no puedo evitar sonreír. Me aclaro el Fairy de las manos y escribo en mi pizarra: ¿sabrás apreciar el triple salto mortal del estropajo en pleno estado de emergencia? Es un recordatorio. Cuando los recordatorios son muy intensos, me los tatúo. Si no, los escribo donde pillo.
Esto hago yo: escribo. Mi manera de contribuir es forjar sentido y compartirlo. Pienso en las secuoyas de California que son como fractales, vuelven a reproducirse en su bosque particular conforme ascienden, metros y metros hasta alcanzar la altura de un edificio de más de treinta pisos, con sus ocho metros de diámetro; las secuoyas que llevan aquí desde la época del Partenón. El tiempo de secuoya es de unos setecientos años, el nuestro es de apenas setecientos suspiros. Y cuando una parte del árbol está muriendo, absorben nutrientes y humedad para que esa zona se desprenda con naturalidad. Sus ramas laberínticas forman un ecosistema diverso, a medio camino entre el cielo y la tierra, y se reparten la luz del sol en estructura comunista. Trazan arbotantes con otros árboles para consolidar su estabilidad. Las secuoyas saben más que nosotros sobre el amor, sobre la vida.
El opuesto de la vida es la muerte. Pero todo es generación-degeneración-regeneración desde un punto de vista holístico. Un ser humano se convierte en alimento para otros seres, así que no muere nunca. ¿Tiene la vida un contrario, un opuesto?
¿Y el amor?
Empiezo a pensar en los antónimos de «amor».
Odio, se me ocurre -y eso confirma la RAE-. Pero si odiamos es porque también queremos; sigue habiendo conexión. La persona que odia está conectada a otra por vínculos de amor. Uno odia cuando las cosas no salen como quiere o le han hecho daño, o bien odia a alguien ajeno por fidelidad a una tercera persona. Debajo del odio sigue el amor, sigue el vínculo.
El dolor, aduzco. Pero qué va. El dolor es la fase siguiente del amor, en la pérdida. Se dan de la mano, no son contrarios. Quien duele de algo, ama todavía.
La indiferencia, pienso. Tampoco. Quien es indiferente lo hace por supervivencia en bloqueo temporal, por dolor quizá; y quien de verdad es indiferente ha conseguido devolver a ese ser humano al rango del resto de mortales, bajarle de su podio especial. Así que, como buen no-psicópata, le desea a ese sujeto lo mejor, como al resto.
El miedo, quizá. Nope. El miedo corresponde a quien ya ama, de alguna manera. Prevé la intensidad e intenta protegerse. Ya hay amor.
La soledad, me dice R. Pero la soledad es imposible: siempre estamos conectados. Hay una secuoya dentro de nosotros, y también fuera. Desde las células y órganos hasta cada elemento de la naturaleza. Incluso en el mayor aislamiento, tenemos cosas alrededor. Estamos conectados, es imposible estar solo.
Así que concluyo, triunfal, que el amor no tiene contrario.
Esto es un descubrimiento que cambia las cosas.
El amor no tiene contrario y la muerte es otro paso de la vida.
Los contrarios existen, sí, y conviven en forma de paradoja. Un virus letal y un estropajo circense. La metralla y la mariposa.
Pero el código se nos estaba quedando pequeño a R y a mí porque era demasiado estrecho; maniqueo y reduccionista, igual que nosotras cuando lo aprendimos.
Uno, al madurar, elige activamente qué tipo de persona ser y en qué centrar su energía, entre la amplia oferta de contrarios.
En términos científicos, la «felicidad natural» responde a la que sentimos cuando las cosas salen como esperábamos; y se extingue en un tiempo más breve del que habíamos imaginado. Sin embargo, la «felicidad sintética» es aquella que fabricamos cuando las cosas no salen como esperábamos y nos acomodamos a la realidad, aceptándola y confiando en que será mejor así, o que su lado positivo habrá. Las dos son iguales en efectos; solo que quien aprende a fabricar la energía, a forjar sentido, tiene una maquinaria dentro que le procura felicidad perpetua. Porque puede producirla más allá de las circunstancias.
Esto es bastante ventajoso porque aquel que sabe ser feliz, irradia felicidad a su ecosistema. El efecto que propaga es bendición pura. Al escoger la vida en el mejor de los sentidos, uno se conoce flotando en el caldo del amor, que no tiene contrario, solo extensiones y derivaciones emocionales transitorias. Una vez que nacemos, lo hacemos a través del amor y este solo se propaga.
Quizá este sea el tipo de cosas que tengamos que aprender R y yo para ampliar el código, como personas que eligen madurar, cuando la desgracia nos sacuda. Que somos secuoyas.
Mola mucho como escribes. Me he hartado de dejarte comentarios aquí, y no sé si es por como tienes configurado este «chisme» o por mi «configuración» genetica que no lo consiguo, asi que no escribo mas.
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