Apuntes sobre creación

La técnica

 

Las palabras son mis amigas —todas, todas ellas, incluso las que no conozco—. Sin embargo, en el lenguaje plástico no tengo formación alguna. La experiencia que me acredita se reduce al uso en cuclillas de unos cuantos materiales barateros del chino y tiendas semejantes: tijeras redondas, cola para niños y rotuladores de punta fina, etecé; todo embutido en estuches rosas de diferentes tamaños, a punto de convergir sobre imágenes antiguas de mercadillo.

Por eso me siento libre, no tengo que llegar a ninguna parte.

La principal función del artista, a nivel técnico, es conocer muy bien las herramientas para luego olvidarlas frente al folio en blanco —lienzo, cuartilla, etecé—. No es un decir. Si uno no olvida quién es y lo que sabe durante la tarea, es complicado que se produzca la magia.

Estudiar las formas de narrador, las partes de la novela, cómo desarrollar un relato, la dosificación del misterio en la trama, las principales y las secundarias, preguntarse por los personajes, conocerlos y darles voces desiguales… Sí. Los cursos y los manuales sirven a tal propósito. Pero nadie escribe bien siguiendo órdenes, por cómodo que se encuentre. El arte no funciona así.

Me preocupé, durante años, de desarticular el saber articulado que los libros y las instituciones académicas habían forjado en mí. Complicadísimas frases llenas de subjuntivos y pasivas; subordinadas encadenadas en párrafos kilométricos. Un muestrario de palabros de diccionario, solo por. Solo por ego, por mostrar, por fanfarronear. Lo hallo a menudo entre las páginas de los libros de «los grandes», pero eso pienso; que grandes son sus egos y no ellos como artistas. Los grandes, en mi opinión, son los que hacen maestría en la simplicidad. Cómo es posible que algo sea excelente sin ese alarde de fuegos artificiales.

Me deshice, digo, de los gerundios para comenzar frase, tan habituales en el lenguaje administrativo; y pasé voluntariamente de la pedantería de los juristas. Mi padre me formó bien. «Acláralo», «reduce», «al grano». Incluso ese gesto con la mano, que significaba «venga, venga, no tengo todo el día». Desplumaba mis argumentos como el pollero. Se quedaba el esqueleto, reluciente, y la chicha.

—Al leerte, no esperaba que tuvieras tantos recursos —me comentó un cliente, una vez.

—Escribir coloquial es una elección. Si no lo es, malo —contesté.

Conocer muy bien la técnica y la estructura es una ventaja, pero no saber despegarse de ellas deviene un tremendo obstáculo cuando de crear se trata.

 

La confianza

 

Soy segura, sí y no.

En la vida no, en absoluto. En el trabajo sí, por una sencilla razón: hay miles de escritores. Yo soy una de ellas. Si no te gusta lo que hago, lee a otro barra a. No hay necesidad de que congeniemos. Ni yo tengo por qué agradarte ni tú tienes por qué concordar con ello.

En el trabajo busco el match más que en un bar de copas. Sentirse cómodo con el medio es imprescindible. La censura no me agrada, en general, me pone belicosa y triste.

Uno escribe como escribe y es como es.

En la primera parte no tengo más que añadir, es mi voz y en ella me expreso; no queda otra. Hice un pacto con mi voz: «me lleves donde me lleves voy contigo, a la gloria o a la mendicidad. Aunque si podemos elegir, hagamos parada en el punto medio».

En la segunda parte encuentro más dificultades: la vida hiere y los libros menos.

 

El tema

 

Sencillo: si no te interesa a ti, no le va a interesar a nadie. Es lo mismo que repiten los libros de autoayuda: si no te quieres tú… pues eso. O las flores, que si no te las echas tú… lo mismo. Con reservas en estos dos casos semejantes, respecto al tema podemos llegar a esa conclusión.

Hacer un microrrelato, un relato o un artículo sobre algo que en el fondo te la suda, o que has elegido pensando en el agrado del lector, o o por su complejidad estructural, su profundidad doctrinal y un largo etecé de motivos que poco tienen que ver con quien eres y lo que te importa de veras; todavía se aguanta. Quiero decir que algo corto para un tema ajeno es aceptable. Pero ni se te ocurra meterte en un largo que no te apasione, porque al primer día estarás emocionado y al segundo te querrás morir. Preferirás trabajar dieciocho horas en cualquier oficina, ampliar turno y tal. No hay nada peor que sentarse frente al escritorio para seguir cumpliendo.

Este es tu momento de desahogo, de libertad, de juego y de ilusión. El mundo aplasta tus expectativas y te machaca con exigencias de todo tipo; la literatura no puede convertirse en eso. No lo permitas. Aunque no tengo ni idea de cómo funcionan otras artes; este principio me parece bien aplicable para todas. Los cuadros que mejor me salen son los que reproducen —malamente— una imagen que tengo en la cabeza, o en el corazón, o en las tripas. El resto, en fin. Práctica, sin más.

Así que cuando te plantees qué contar no te hagas tantas preguntas, sé sincero. Si te dieran un micrófono durante un minuto para mandar un mensaje al mundo entero, ¿qué les dirías ahora mismo?

Que no te agobie esto, tampoco. A menudo, los artistas se aferran a una idea como si fuera hijo único y la malcrían. Les dan de mamar y se convierten en la mujer esa de Juego de Tronos tan creepy que ofrecía la teta al crío pre-púber cuando ya estaba en edad de comer bocatas. No, ideas tenemos muchas. A veces da miedo que se agoten, pero si sigues despierto nunca te ocurrirá. Contarás hoy lo que tengas que contar hoy. Mañana lo de mañana. Y así sucesivamente.

Los temas clave son aquellos que te rondan de continuo. Un buen método para hallar tus temas clave es escribir mucho, mucho, mucho. Sí, lo siento. No hay atajos. Aunque también puedes pensar en la chapa que das a tus amigos, y sobre todo en aquello que jamás comentas en voz alta. Ahí está la clave.

Los diarios ayudan. Así te percatarás de que te preocupan dos o tres cosas y les vas dando vueltas. No somos tan amplios ni tan originales; lo siento otra vez. Al estudiar con detenimiento a los autores que más respetas, caerás en la misma conclusión. Incluso aquellos que fluctúan más, lo hacen sobre ejes similares. Te interesa, como escritor, expandir el mundo para expandir los temas. Como persona tampoco está mal salir de los viejos runrunes, convertirse en runners y darse una vuelta por otros lugares.

Pero hasta que no suceda, no lo fuerces. Ejemplo: eres un chico de diecinueve años con una familia desestructurada, enamorado perdido de su compi de pupitre en el instituto y sin esperanza de encontrar trabajo en lo próximo, con ganas tenues de estudiar o ningunas. Vale. Pues no escribas sobre la nula vida sexual de una cincuentona divorciada que ha tenido ocho hijos y ahora quiere tirarse al monitor del gimnasio… a no ser que identifiques en sus anhelos y los tuyos una similitud nuclear que te permita ejercitar la empatía. Y luego, trabajar su voz. Ese personaje está tan lejos de ti que quedará forzado. Trabaja para expandir, pero siempre en casa.

La empatía, ya hablaremos de eso. Sin empatía no se puede escribir. O sí, pero sin salir jamás de la propia voz, pensamiento y moldes. También es complicado ser buena persona sin empatía, pero este asunto también lo dejamos para otro momento.

 

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