Te escribo con las manos manchadas de pintura. Seguramente tú discreparías con fundada opinión clínica, pero la mejor medicina es la pintura sin propósito. Y cuando está bien fijada en la superficie, quizá las palabras. Se desenredan con el trazo y se abre el cielo de nuevo. Entonces respiras y sonríes.
Si te escribo —con las manos manchadas de pintura— es para decirte que cuando te pienso, sonrío.
Tú no lo leerás porque ya no nos leemos. No nos escribimos.
No nos vemos.
No sé quién apartó a quién primero, aunque creo que siempre has sido tú. Puede que opines lo contrario, o que no opines nada. Yo he terminado resignándome de una vez por todas.
Soy cabezona. Pero no caprichosa: tengo mucha fe. En ti. La sigo teniendo.
Solías decirme, cuando me quejaba de tu clarividencia, que no eras como los demás, que no te tratara como a los demás. Tenías razón. Eso sigo creyendo, aunque a veces te empeñes en ser como el resto. Yo también lo hago, y ¿sabes qué? No funciona. Es peor.
Solo me apetecía decirte que te sonrío cuando te pienso.
A veces no es cuestión de cantidad, ¿sabes? La potencia de tus frases, el «eco», como lo llamamos no hace mucho, me abre puertas a mundos desconocidos. Creo que, desde que te conozco, he querido ser mejor persona. Para ti. Para tratarte mejor, llegado el momento, o para cuidarte. Si me dejabas.
Yo te dije que tú me dabas esperanza, tú preguntaste por qué querría perderla.
No quiero perderla. Me habría encantado reposar en tu cuerpo mil veces.
Ayer te evoqué conmigo en el plato de ducha: las piernas entrelazadas tras la siesta, tocarnos sin buscar nada. Una mano apartando el flequillo y secando la frente de sudor. Un beso en las cintas de la tripa. Presentarte con orgullo: esperad a conocerlo, es la hostia. De un tímido que trata de esconder, pero ingenioso. Inmaduro y profundo. Banal para desfogar. Artista completo, idealista a tiempo parcial. Pragmático. Cruel y sensible. Cero rencoroso, despistado. Caótico. Tierno.
Mi imaginación es potente, pero solo amplía lo que intuyo.
Lo que jamás va a pasar.
Tengo que controlarla. Cuando te narro —a ti, a nosotros, aunque no existamos según tú—, sientes cosas. Si no te las narro, no. Me ha costado aceptarlo, porque soy cabezona. Y puede que también caprichosa.
Por eso quiero perder la esperanza. No por completo; quiero conservarla. No viviré con nadie lo que podríamos haber tenido, ni lo que tuvimos, que fue poesía pura. Pero sí quiero vivir otras cosas con otras personas. Igual que haces tú.
Lo que sí fue verdad: mis bragas de vieja, la camiseta de las villanas y tus suspiros.
En ocasiones me quedaba despierta solo para que no se me escapara esa sensación del pecho. Comencé a imaginarte —con cuidado— en una silla de mimbre junto a la mía, fumando y bebiendo el café matutino. Leyendo en mi sofá con los pajarillos cantando de fondo.
Me resulta difícil hablar de cursiladas. Tú dijiste que no entendías por qué ocultaba esta parte de mí. ¿Ves? Parece que no, que no hemos compartido. Pero sí lo hemos hecho.
Y me esfuerzo por descongelarme.
Supongo que es solo precaución. Quizá la misma que nos ha mantenido como dos rectas paralelas que solo se tocan en algún punto.
Sin embargo, el amanecer contigo fue eso, eterno. No sé cómo explicártelo.
Con la cabeza se piensan muchas cosas. Si sí, si no. Si hubo o no hubo, no lo sé. Pero yo, cuando te pienso, sonrío.
No leerás esto. Probablemente no sabrás que sigo pensando, después de todo, que eres la persona más excepcional con la que he topado. Que me gustas tonto, porque eres listo. Que me encanta la cadencia de tu voz y cómo silabeas. Cómo armas las frases. Tu risa. Tu pena. Tu tormento. Tu soledad. Tu compañía. Tu oscuridad. Tu luz. Aducirás que no te conozco, y es posible que tengas razón.
Ayer, después de evocarte en el plato de ducha y de pensar «no te vayas», me di cuenta de que eso es precisamente lo que ha de ocurrir.
Me puse en comunión con las aguas de la vida, sin nadar contracorriente como los dichosos salmones de río que van al mar una temporada, se despendolan y luego vuelven en un viaje épico a casa, a desovar y perecer.
Ojalá nos reencontremos en otro contexto espacio-temporal, te dije. Ojalá, contestaste.
No sé si hablas por hablar. «Te necesito aquí». Desovar juntos. Y tú con ella.
Yo te hablo, pero tú no entiendes. No quieres entender. No quieres asumir.
No es el momento y ya no lo será más. No quiero perder la esperanza, quiero conservarla.
No te olvides de que eres extraordinario. Que nadie te convenza de lo contrario.
Eres magia. De carne y hueso.
Yo lo sé. Porque también soy magia. De carne y hueso.
Impeccable – Ters
Me encanta 🙂
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