Me pregunto por qué molestan las individualidades. Por qué me fascinan y me aterran, por qué me cabrean y me alientan. Como si me buscara en una sala llena de espejos, pero no son espejos: son cuadros. Es un museo y ahí están los individuos que, como yo, salieron del Jardín del Edén y se creyeron condenados. En cambio solo estaban empezando su viaje, igual que Siddharta.
Comer del fruto del árbol del bien y del mal implica fumar cuando te han quitado una muela. Es sentir en las tripas revueltas el aroma fragante del dentista que te hace la limpieza previa, inclinado sobre la mierda de los dientes, y disculparte por el sarro y que te diga que no lo tienes, que son solo manchas de fumar. Es pedir el diente de regalo, tras la anestesia que te ha adormilado la campanilla.
—No se puede dar material orgánico.
—Pero es mío.
—Ya, pero…
—Pero, ¿qué? Por curiosidad.
—Que es material orgánico.
—Tiene valor sentimental.
—Vale —termina accediendo, sin saber muy bien a qué me refiero.
Yo quiero decirle al dentista que huele bien y que tiene una franja de ojos y frente muy bonita, quiero buscar su nombre de chapa en redes sociales, pero sé que no procede. Me callo. Sin querer, la mano cae de mi regazo hacia su pierna y mascullo un perdón, olvidando que tengo un tubo en la boca.
¿Se estará imaginando su polla en mi lengua? ¿Qué cara debo tener ahora mismo?
—¿Todo bien?
—Hí —asiento.
Yo estoy en una sala de espejos, pero no son espejos, son cuadros. El fetichismo de otros es con la muerte y el mío es con el sexo y la vida, que es lo mismo. Tengo un don para detectar la luz e ir hacia ella y no sucumbir abrasada cual polilla. Mi museo es un museo y los demás hablan y se retratan, y se presentan, pero algunos aducen que las muelas son presagio de muerte y yo solo veo madurez. La sangre es coágulo de sanación anticipada, el hielo rebaja la inflamación.
¿Quieres escuchar la historia de la muela?
Verás, toma asiento. Me pongo cómoda también.
Yo me fui de casa hace dos años. No era nada excepcional, excepto porque sí lo era. No era la primera vez que me mudaba, pero sí lo era. Me mudé por voluntad propia, no por motivos de conveniencia. Me fui para hallar espejos, para mirarme largamente en ellos.
Cuando deshice maletas, despuntó la muela. Y yo le escribí, le dije cosas. Le dije: muela. Tú eres pa mí. Yo por ti, tú por mí, como Rosalía. Y así, fue el año de la Rosalía y de su tra tra. Y todos pensaban que yo estaba en llamas por muchos motivos, pero no de conveniencia, y quizá lo estuviera y no me percatara. Iba deslizándome entre límites, uno tras otro. ¿Me sigues? Es complicado, pero sígueme. Venga. Quiero compañía. A veces me prostituyo por eso, un poco de compañía. Un olorcito así de cerca, mmm…
A la muela le dije que esta era mía y nada de quitármela. Pero pasaron cosas, pasó la vida y la muela volvió después de aquello. Hice el amor con las bombillas rojas y tenues, y a mí me supo a juego de niños. Y la muela, después de aquello, dio un empujón y me machacó la carne. La infección se extendió y me recetaron antibiótico. Y esa muela, para mí, era la madurez. No quería que me la quitaran, pero quizá lo maduro era quitársela. Leí hace poco que el proceso clave del escritor era la inmaduración, o sea, un progresivo juego de niño. Pero no la inmadurez, eso no. ¿Significa eso que, en mi Juicio Final, debo ser niña eterna? Madura para quitarme la muela yo sola, para no pegarle un bocao en el dedo al dentista perfumado; pero suficiente niña para sentir atracción en esa nube explosiva de suciedad y saliva, con la baba cayendo, con la sangre en la gasa, con el carrillo hinchado.
Y, sabes qué. Estoy en una sala de espejos ahora. Y lo que veo es esto, esto es lo que veo: la carnalidad, el salvajismo, la ternura. Mi guerra es la de los afectos, las sinceridades, las verdades eternas y efímeras. Mi lucha es el amor sin título. Mi fe es la de la felicidad en las tripas. Esa soy yo.
En el museo leeré y veré otros puntos de vista; entraré a comprobar qué onda y me iré flotando a otro sitio. A mis lugares. El miedo de las tripas a las propias tripas; el miedo de que esos ojos sean tan verdes y esos dedos tan suaves con los guantes, y ese olor, ese olor… y que lo que dice no concuerde, que hable basto y no tenga gracia, que no pille las bromas, tan rígido, tan profesional, tan protocolario que no sabe colocarse bien para que la mano que cae en descuido roce algo interesante, tan poco invitador con su babi, con la canilla de bíceps holgada en la manga… que me callo.
Y no le digo lo único que podría haberle alegrado el día:
—Qué bien hueles.
Pero mi muela, ah. Mi muela me la llevo.