‘Mi Lola’ – Primer Premio Literatura Creamurcia 2022

En la pedanía de Santa Cruz, la familia Vera tenía un colmado. Corrían los tiempos de la guerra, pero la Lola no lo sabía. La Lola solo veía, desde su escasa altura, el cubículo de siempre, todo recubierto de maderas: por el suelo, los tablones; por las paredes, los tablones. Uno junto a otro, chirriaban y tenían agujeros que ocasionalmente eran cobijo de termitas. Había miguitas de pan duro que la Lola tiraba por el suelo, como hacía en el granero, para que los soldados las arrastrasen con la puntera en aparente disimulo, hasta asirlas ya bajo el toldo de la calle y metérselas entre las muelas. Y tenían estantes con las latas de conserva; también de madera.

La Lola se guarecía en el rincón donde apostaban las escobas de púas duras, y trataba de escoger un soldadito. Un soldadito que, aunque fuera mayor que ella, supiera esperarla.

Estaba a punto de dar el estirón. Eso le repetía la abuela: que un día viviría chica y, al acostarse, sus huesos se alargarían medio palmo, así, pum. De golpe. No le mencionaba nada sobre los huesecillos de cereza que se le habían formado en los pectorales, ni sobre los colores violáceos que iban tiñendo algunas partes rosadas de su anatomía. El pelo sí que era regular en su abrazo de mata. Iba, centímetro a centímetro, formando una trenza hilada que refulgía a veces con el sol justiciero que caía a plomo en la pedanía de Santa Cruz en los años de guerra. Algunos decían que era el mejor lugar, aquel del sureste, para pasar el mal trago de la contienda, y que por eso los rojos andaban de continua jarana. Para ella no había mucha diferencia. Casi le parecía no haber conocido otra cosa que aquella guerra.

Al menos no les faltaba sustento, a los Vera del colmado; porque tenían cabras de las que manaba leche cuando se les apretaban las ubres, una leche que salía disparada en chorrito y que hacía ruido contra el latón del cubo. Lo limpiaba la Lola con esmero para que no le saliera el robín, aspirando el aroma a alhábega del huerto trasero. Tenían también gallinas que eran las amigas de la Lola, y hasta un gallo bravucón. Las gallinas ponedoras cumplían con su cuota de uno, la abuela les crujía la cáscara en la encimera de losa de mármol y vertía el moco transparente y el mejunje ambarino sobre la sartén de hierro, y le daba vueltas con una pala que, cómo no, era de madera, y así se los comía la Lola en una variedad casi infinita. La abuela hacía el punto de cruz en una mecedora que chirriaba, por supuesto de madera, y tejía mantas que servían para cubrirla tres o cuatro veces, hasta que diese el estirón, así que la Lola no pasaba frío. A pesar del helor de las paredes gruesas, que contrastaba tanto con el vaho tórrido de la calle; la Lola siempre se sorprendía de que en aquella casa bajara la temperatura varios grados, hasta hacerla tiritar en las noches de fantasmas.

A los soldados les gustaba aquel colmado porque siempre había comida, siquiera las migas de pan esparcidas por el suelo, y corría el fresco. El colmado estaba unido a la casa de los Vera por un pasillo lóbrego, recubierto en cada superficie por tapetes de ganchillo. Tenían incluso un brasero para que la abuela se calentara las faldas mientras zurcía, y aun así se arrancaba en toseras muy largas que solían acabar con un reflujo que soltaba un trocito de pulmón.

La Lola quería atender en barra porque era la única manera de dejarse ver por los soldados. La madre, que faenaba exhausta pero conservaba el vigor para otras cosas, se oponía con fiereza y les turnaba la tarea a sus hijas mayores. «Deja a la Lola que despache», le pedía la abuela, pero no quería la madre que a la niña la mirasen los rojos con ojos golosos.

Los hombres Vera se habían ido a guerrear en el bando que les tocaba. Se decía que el primo sacerdote había huido a la maleza. Las mujeres, solas, seguían ordeñando a las cabras y robándole los huevos a las gallinas, deshojándolos de plumas. También mataban un cerdo ocasionalmente para secarle la longaniza y salarle el tocino. Desollaban los conejos en domingo. Eran, las Vera, las mejor alimentadas de toda la pedanía de Santa Cruz en aquellos años de guerra. Aun no lo sabían, pero pronto el cupo de alimentos y el estraperlo se llevarían por delante parte del negocio y las pasarían canutas. Sin embargo, no era entonces el período negro para la Lola, salvo por las lágrimas audibles de la madre al caer la noche, palpando a tientas en la oscuridad del candil el lado vacío del marido, que guerreaba sin que nadie supiera de qué iba la cosa, si de rojos o de azules.

La Lola tampoco entendía de colores más allá de los ababoles.

No sabía nada de aquello que las mayores murmuraban; tampoco quería saberlo. Sus hermanas sí que guardaban un luto, un luto premonitorio, un silencio infinito, pero la vida de la Lola no había cambiado en exceso. Era la pequeña de la casa y estaba ocupada trepando limoneros cuando pasaban los aviones de los sublevados y haciéndose heridas entre las matas de tomateras, pillando de vez en cuando un higo o pelándose una mandarina.

—Eh —le habían siseado un día, cuando ella estaba subida a la parra—, ¿me darías algo, niña?

Ella había aguzado la mirada, apartándose los mechones sueltos de las trenzas. Escondido tras un matorral había un soldadito. Un soldadito que por fin se había fijado en ella. Se bajó del árbol. Lo encaró. Lo miró, desde su escaso metro y poco, a él, alto como una torre, con un uniforme viejo y ajado, lleno de agujeros de bala o de angustia. Le vio los ojos azules como un río, de un azul que no tenía ni el cielo de la pedanía de Santa Cruz, ni mucho menos el Segura casi verde, ni las acequias, ni los lodos de otoño.

—¿Algo? —preguntó.

—Algo, niña, algo.

—Le puedo dar una fruta. Y le puede remendar mi abuela el uniforme.

—No, niña —el soldado estaba tenso, los músculos de la mandíbula bien firmes, pero no parecía salvaje, como decían sus hermanas que eran los rojos—. Solo la fruta, la fruta y ya.

—¿Cuáles quiere? —preguntó ella, chuleándose con las faldas a cuadros, paseando en el huerto que era propiedad exclusiva de su familia.

—Lo que sea, niña. Rápido, por favor —suplicó él.

La Lola se quedó quieta. Sabía, de una forma innata e inexplicable, que detentaba un control absoluto sobre aquel soldado. Quería mirarlo mejor. Si le daba la fruta, la que fuera, él desaparecería de allí.

—Podemos venderle lo que quiera en el colmado. Aquí plantamos, no vendemos.

—Niña, yo…

—Me dicen la Lola.

El soldado, de pie, se acuclilló con lentitud. Tenía las mejillas untadas de grasa negra. No se molestó en levantarse la pernera para que no se deshicieran los hilos de las costuras porque estaba tan delgado, tan consumido, que le sobraba tela por todas partes. Quedó a la escasa altura de Lola, y esto llenó a la niña de gozo.

—Lola. Encantado. ¿Podrías, entonces…?

—¿Y usted? ¿Cómo se llama?

El soldado comenzó a sonreír. Levemente. No tenía los dientes blancos ni resplandecientes, pero sí eran limpios, de alguna forma. Eran duros, consistentes; le recordaban a Lola a las conchas de la orilla del Mar Menor de aquel viaje en burro tan lejos, a las nubes gruesas que aparecían en el cielo muy de cuando en cuando. Tenía el cielo en la cara, aquel soldadito, y retazos de playa.

—Me llamo Ricardo.

—Hola, Ricardo.

—Hola, Lola.

Se escrutaron un rato más, mudando la urgencia por el interés, con el análisis de dos alimañas de la naturaleza. Estaban separados por el matorral de fin de linde y por la verja. Había alambre entre los dos, y un cinturón con un arma, y una sensación de peligro relajado. Era algo que la removía por dentro, a Lola, y no se lo explicaba. Y también el soldadito lo sentía, con aquella prisa de estar haciendo algo malo nadando en un sosiego manso de deleite; igual que cuando Lola pecaba y sabía que luego tendría que contárselo al cura, así que lo alargaba bien antes de decirle al primo sacerdote aquello del «Ave María Purísima» para que le contestara «sin pecado concebida»; y que nunca pudiera soltarlo, que se quedara las palabras con cicuta dentro y tuviera que tragarlas junto con la saliva, por el purito miedo a que aquel primo cura supiera todas sus faltas, sus tristes miserias de niña.

—¿Una fruta…?

—Una fruta, lo que sea; unos pésoles, unos albercoques. Me muero de hambre.

—¿No tiene dinero?

—No tengo dinero.

—¿Y qué saco yo a cambio?

El soldado Ricardo, que era de los rojos, no parecía muy guerrillero. A su familia no le gustaba nada el bando rojo, pero aquel no tenía nada rojo en el uniforme. Ni la sangre roja le veía Lola, más allá del rubor de sus mejillas.

—¿Qué puedo ofrecerte…? —gimió, desesperado, enroscando los dedos en los rombos de la verja.

—Pues… quiero…

La Lola se atizó las faldas, pensativa, y se le movió el refajo. Tenía los calcetines llenos de tierra, y las alpargatas llenas de tierra, y seguro que ahora olía mal, igual de mal que Ricardo el soldado. Pensó en sus hermanas, antaño, perfumadas para el paseo de sus galanes con la carabina, pensó en su primo el sacerdote que ya no podía confesarla porque estaba oculto en alguna parte perdida de la mano de Dios, y en Dios escondido de la faz de la huerta, y en el sonido de la metralla, y en las lágrimas de la madre cuando hacía oscuro. Pensó en aquel olor de sus recuerdos, en el olor a limpio: a brillantina, a incienso, a colonia de padre, a pastilla de jabón, a carmín.

—Quiero… que me saque usted a bailar.

El soldado Ricardo rio y a ella le dio miedo que se riera de ella, pero él no rio como si le hiciera gracia aquella locura, sino como si la Lola y él se estuvieran haciendo amigos, genuinamente amigos, como si también hubiera recordado los olores de antes de la guerra.

—De acuerdo —accedió, apoyando la frente en el alambre—, de acuerdo.

—¿Me lo promete?

—Sí, claro —alzó él una mano, como invocando al Santísimo ante tal ingenuidad entre todo el desastre que llevaba tanto tiempo orquestando, presenciando y sufriendo.

El rugido de sus entrañas se había rebajado con la ternura de la niña. Aunque iba a ser imposible satisfacerla, por supuesto. Quizá aquella mentirijilla era suficiente para hacerles pasar a los dos un rato agradable.

—Estupendo.

Y la Lola, satisfecha, le sirvió un festín de brevas, de tomates de pera, de naranjas redondas, de melocotones turgentes.

—¿Cómo hará para invitarme a bailar? —inquirió mientras el soldado hincaba el diente al tomate, explotándolo y llenándose la cara de jugo rojo, que seguía sin parecerse a la sangre.

—Pasaré por tu colmado.

—De acuerdo.

—Estate atenta, ¿eh? —la conminó, guardándose las provisiones en las botas, en los calzones, en los bolsillos de la chaqueta.

—Sí, señor Ricardo.

—Todavía no soy señor, no me pongas tan viejo.

La Lola sonrió. Así supo que lo esperaría, y él a ella. La distancia entre ellos no era tan grande.

Y había esperado en el colmado de madera a que llegara el soldado.

Los días había dejado de contarlos, uno tras otro esperando al soldado. Estaba ya un poco cansada de esperar y esperar. Examinaba a quienes venían a pedirles, a pagarles o a exigirles: nada.

Cuando el llanto acumulado de la madre amenazaba con inundar los resquicios de esperanza en aquella tierra baldía; cuando el secano prorrumpía con sus grietas en el alma de la niña… apareció el soldadito.

La Lola salió corriendo de detrás del mostrador y la madre trató de agarrarla del delantal, pero se le escurrió como un ratoncillo. El soldado estaba fuera del colmado, en la puerta, beneficiándose de la brisa ligera que corría desde el pasillo y que salía a la calle en una bocanada de dios helado. Fumaba un cigarrillo en soledad, con la pierna apoyada en la pared, sin prestar atención a sus botas sucias.

Se pasó una mano por el cabello grasiento y, con el pitillo entre los dientes, le dijo:

—Lola. El viernes, a eso de las siete, vente al centro social. Habrá un baile.

—¿Un baile?

—Es un baile para los soldados.

—¿Un baile rojo?

El soldado se quedó ojiplático, pero tuvo que entornar los párpados porque se le metía el humo entre las pestañas y le irritaba el iris azul, poniéndoselo también rojo.

—Un baile, niña.

—No soy niña, soy la Lola.

—Lola, ven al baile de soldados. Pagaré mi deuda.

Y así fue que la Lola, el viernes, se lavó con agua de la palangana y se engalanó con las mejores prendas de su hermana mayor, sin que nadie la viera. O más bien, sin que ella supiera que alguien la observaba. La abuela, que fingía una siesta, la estaba mirando por el rabillo, con las agujas de coser cruzadas sobre el regazo.

La Lola se estaba haciendo mayor, se daba cuenta ahora que se apostaba frente al taburete, subida cerca del espejo, para analizarse la cara como quien toma conciencia de sí misma: «esta es mi nariz, y estos son mis ojos, y aquí mis cejas, y luego la boca…». Con mayor o menor satisfacción ante sus hallazgos —siempre poca la dicha de la hembra, por desgracia—, la Lola no había pedido ayuda para adecentarse, y eso apenó a la abuela. Ella sabía que eran tiempos de guerra y que su nieta no debía salir así a la calle, pero confiaba en que estuviera disfrazándose para jugar en el patio interior, con las gallinas, imaginando salones de té. Aunque conociéndola, lo dudaba, no quería frenarla. De algún modo detener sus juegos habría sido como entrar de veras en guerra. Todavía más.

La abuela se quedó observándola mientras se escabullía por la puerta trasera.

La Lola se dirigió, con los mocasines dos tallas más grandes y relucientes de pegotes de betún, hacia el centro social. Había una gran bandera republicana en el rótulo, pero se conoce que ella no sabía muy bien en qué difería un color de otro. Eran solo colores, a fin de cuentas. Y los soldados, todos iguales. Sus hermanos, antes de partir, no eran distintos de estos otros. Sin embargo, aquel soldadito sí era diferente. Ricardo era distinto porque tenía el cielo y la playa en la cara.

Premurosa, se plantó frente a los guardianes de la puerta e hizo ademán de pasar. Mil veces había ido allí con su abuela en otros tiempos, siendo bien chiquita, a que ella echara un dominó con las otras viudas. Bebían coñac y se contaban los chismes. A ella le gustaba pasear por allí, tomar asiento en las sillas de mimbre y más madera, madera, siempre madera.

Sin embargo, el guardián de la puerta, que era un gigante absoluto de dos metros por lo menos, la detuvo. Socarrón y calvo se inclinó frente a ella, pero no acuclillándose como había hecho Ricardo para pedirle un tomate o una pera, sino en un ángulo recto, sin flexionar las rodillas. De su boca de gruta salió un aliento fétido capaz de marchitar todo el romero:

—¿Qué haces aquí, niña?

—No soy una niña, soy la Lola Vera —informó ella.

—Este baile no es para ti, Lola Vera. Eres una niña.

—No es verdad.

—Sí que es verdad —soltó una risotada que a Lola le dolió muy dentro.

¿Cuándo iba a dar ese estirón que vaticinaba la abuela? Quiso llorar con aquellos huesecillos de cereza retumbándole, nuevos, en el pecho. Pero se contuvo mordiéndose un labio muy fuerte, hasta que brotaron un par de puntitos de sangre de sendos agujeros causados por los caninos.

—No.

—Niña —repetía—, eres una niña, ¿no lo ves? A ver, ¿qué edad tienes?

Lola vaciló. Repasó a sus hermanas. ¿Qué edad tenían ellas cuando iban a los bailes con los pretendientes? Apostó por la cifra más conveniente.

—Dieciocho.

La carcajada del guardián del centro social se escuchó hasta en el otro extremo de la calle principal del pueblo, que no tenía ni asfalto ni nada más que polvo. Polvo cochambroso en cada puerta, entrando a través de las rendijas de las persianas. Polvo en cada árbol seco, en cada animal raquítico, en cada chal de punto de anciana.

—Vete de aquí.

La Lola buscó con la mirada al soldado Ricardo, pero no lo encontró. Y volvió sobre sus pasos con aquellos mocasines que no llenaba, cubriéndose de aquel polvo que todo lo consumía.

Una vez en casa, la abuela esnifó el aire para dar con ella. Siguiendo la corriente de perfume que tanto hacía que nadie se atrevía a usar por el dolor, dio con la niña, que se sorbía las lágrimas que le caían en agüilla hacia la boca.  

¿Ca pasao?

—Que no me dejan entrar, abuela.

¿Onde?

—En el centro social, abuela —confesó—. ¡Lo han tomado los rojos!

—Los rojos, iceLan tomao los rojos, ande. ¡Qué lo van a tomar!

—Sí, abuela, tú me dijiste que iba a crecer mucho cualquier noche…

—Sí, Loliquia, sí, eso es verdad, una noche crecerás y ya no serás más mi Loliquia, a mí me dará mucha pesambre…

—¡Pues yo quiero que pase eso hoy! ¡Ya mismo! ¡Para bailar con el soldado Ricardo como hacían mis hermanas antes de esta tonta guerra!

La abuela se quedó callada. Meditabunda, renqueó hasta la mesa camilla del comedor y se hizo con una sobra de papel de estraza y el lápiz de las cuentas. Lo afiló con un cuchillo, dejándole la punta en cuadrado, y escribió con caligrafía endeble, angulosa, propia de un infante y peor que la de la propia Lola:

MI LOLA TIENE DIECIOCHO AÑOS

—Toma, nena. Tira —dijo la abuela, dando un latigazo al aire y metiéndole en el escote el trozo de papel, que le raspó la piel—. Dáselo al tontolaba ese que no te eja pasar.

Entonces la Lola, con ese pase de guerra, se fue directa al centro social de nuevo, esta vez enjugándose el polvo de las lágrimas que le embarraban la cara, y le dio la nota al guardián que, como era de esperar, se tronchó de risa. Sin embargo, rondaba por ahí un sargento más afable y, mientras resolvían entre ellos la anécdota, apareció el soldado Ricardo.

—Estos son los del colmado, los Vera. Solo tienen a las mujeres ahí, trabajando en la huerta y en los corrales…

—No conviene meterse en líos con esas, tienen mucha comida…

—¡Pero qué líos ni qué líos! Aquí tengo un fusil que habla por sí mismo…

—Cálmate, hombre, solo es una niña…

—¡No soy una niña! ¡Ahí lo dice bien claro! —berreó la Lola, que se pispaba de todo.

Y el soldado Ricardo, que se aproximaba por la zurda del guardián del centro, la tomó de la mano, susurró «está conmigo» al mastodonte, le dio unas palmadas en el hombro y la acompañó a las entrañas del centro social, donde una música de pasodoble sonaba fuerte de una gramola.

Solo había soldados que bailaban agarrao con algunas mozas. A Lola le dio un vértigo muy consciente, una sensación de trascendencia que no habría podido prever. Lo había conseguido. Pensó en su padre, en cómo le gustaría que la viera hacerse toda una mujercita.

El soldado Ricardo, una vez hubo cumplido, hizo amago de retirarse hacia una esquina, donde le aguardaba una muchacha de brazos cruzados que no sabía si cabrearse o sonreírse. Pero la Lola sabía muy bien lo que quería, y la promesa no se había sublimado.

—Eh, oiga —le dio con el índice en la espalda de la chaqueta al soldado Ricardo, apreciando lo poco aseado que iba él y lo guapa y limpia que se había colocado ella, en cambio—. Me prometió usted un baile.

—Pero Lola… ¿Cómo vamos a bailar, si no llegas?

—No he dado el estirón todavía —susurró ella, con la barbilla pegada al pecho.

Y a Ricardo, quizá porque aquella niña estaba empezando a caerle bien, no se le ocurrió nada mejor que levantarle la barbilla para que mirara hacia arriba, bien alto; y subírsela a la chepa y dar con ella varias vueltas sobre su propio eje.

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