En este silencio
lo he entendido todo
No me apetece salir de la cama.
Podría no hacerlo, porque es domingo. Pero los freelances trabajamos todos los días y ninguno en particular. Ahora mismo estoy trabajando. Desde la cama. Supongo.
La verdad es que ya he salido de la cama. Necesidades básicas: comer, fumar, etecé. Se me siguen cayendo los ojos de sueño.
Tardé en dormirme. Había mucho silencio. Era un silencio denso, opaco. Ni siquiera la luz tenue del farol de fuera conseguía mitigarlo. En cuanto cerraba los párpados, vencida por el agotamiento, volvía a abrirlos, sobresaltada. Un silencio denso, opaco. Fuera. Dentro.
Eché de menos el ronroneo desquiciante de la nevera. Está muy callada últimamente. Quizá ya ni la noto. Quizá estoy yo tan callada que echo de menos ese sonido. Como los viejos que se ponen la tele o la radio de fondo. Es un ruido muy cansino, pero te mantiene entretenido. Desplaza la atención de dentro hacia fuera. Hay algo con lo que combatir.
Me he quedado sin enemigos. No puedo más que mandarles rosas a cañonazos. Estoy insoportablemente pacífica. No me aguanto. Estoy jodidamente amorosa. Eso me encanta.
Me encanta, la verdad. Me da miedo por hábito, por costumbre. Pero querer a los demás con la lente bien limpia es maravilloso. Porque, decía Borges, los futuros tienen una forma de caerse a la mitad. Y nosotros, decía Krishnamurti, somos el pasado al completo -no solo el nuestro: las generaciones enteras, el cosmos contenido- que actualiza el presente modificando el futuro. Es una auténtica pasada compartir cosas, con todo lo que eso conlleva. Interactuar con sinceridad. Si uno lo piensa, se vuelve casi loco. Casi.
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Antes había muchas manchas. Eso significa que el porcentaje de verdad que nos entrelazaba era más pequeño. No inexistente; solo más retorcido y plegado y con aristas por todos sitios.
Ahora las cosas son distintas. No son como pensábamos. Son muy diferentes, pero tienen un eco sordo y satisfecho.
Antes confiaba el futuro a los brokers de Bolsa y a los coaches laborales. A los CVs y a las webs de empleo. Compraba ropa elegante en Zara y me quitaba los piercings. Refinaba el acento y pronunciaba -algunas- eses.
Ahora solo me ciño a las pautas semanales de http://www.miastral.com, que me comenta cómo le va a ir a Sahitario de sol assendente según cómo le dé a los planetas por estar. Me fío a medias de las sílabas bailadas de Mia y de los consejos premonitorios de mi peluquera, y sobre todo, de la bolsita de té de mi gurú particular.
La bolsita de té, en péndulo, dijo ayer varias cosas. Pero luego echamos las cartas y se contradijeron entre sí. Antes solo me hablaban de trabajo. Trabajo, trabajo. Ahora hay K de corazones. Miles de corazones. La bolsita dice que tendré una etapa de furor uterino, carne, pescao, de todo. Las cartas, en cambio, me pronostican un amor sereno de aquí a seis meses. La trinidad, dicen las cartas. Estabilidad.
Y yo, mientras tanto, flotando en el limbo.
«Echas de menos la seguridad», concluye I, y yo me lo planteo y respondo que me estoy acostumbrado al abismo, que ahora solo tengo una base muy chiquitita. A saber, que esta es mi casa: verdad temporal. Y que mañana me levantaré y escribiré: verdad fija. Puede ser una losa enana para apoyar los pies, pero también puede que se trate de un solar gigantesco, vasto y luminoso. Puede que sea todo el farol que necesito para el silencio denso y opaco. Para descubrir los faroles de las cartas.
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Un remedio fundamental para pegarse a la vida es bailar. Eso hice en cuanto me dieron la noticia fatídica: salí a bailar.
Primero paseamos juntos, N y yo, y lloramos -vale, lloré-, luego bebí y bailé. Pero bailé de una forma que a mí misma me sorprendió: como si no hubiera nadie más en la discoteca, en el mundo. Y a la vez, y solo así, me sentí bailando con la Humanidad con mayúscula, todos ellos, todas las almas al ritmo de la electrónica. No me drogué ni nada. A mí no me gusta drogarme. Tengo bastante con lo mío, gracias.
Poco después de aquello pasó lo de N. Cuando pasó lo de N, también salí a bailar. Conocí a un chico que iba puesto de ketamina. Supongo que era ketamina, porque la ketamina, según tengo entendido, es un tranquilizante para caballos. Y, bueno. El chico tenía pinta de eso.
—¿Y tú qué haces?
La primera persona que no se rio de mí al contestar que soy escritora fue un reponedor del surtidor de gasolina, la semana pasada. La segunda fue el chico puesto de ketamina.
—Ah, qué guay. Yo también escribo.
—No me digas.
—Sí. Tenía un Instagram con mis rayadas. Pero eliminé la cuenta porque me rayé.
Yo asentí y volví a la pista de baile.
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Las noticias fatídicas seguían estando. Siguen estando.
Pero ahora es… es distinto. Flotan.
No sabría explicar por qué. Si fuera con el cuento a las fuentes comunes que extienden recetas y firman diagnósticos, lo mismo garabatearían «apatía» con mala letra en un trozo de papel estándar. No es eso. Nunca se enteran bien, los de los títulos y los CVs.
Es desdramatización. Que a mí, a la A de siempre, le jode un huevo, pero a la A de ahora, que es diferente de la de mañana, pues no le jode tanto.
Le gusta.
Le encanta. A lo mejor. Un poco.
A saber.
Lo único seguro es que esta es mi cama, que puedo levantarme o trabajar desde aquí mismo -mientras dé el callo como es debido, claro-; y que mañana, cuando me despierte, después de la noche silenciosa, me pondré a escribir otra vez.
Este es el enesimo comentario que dejo en tú blog, no sé porque me molesto en escribirlo, pues soy tan inepta en estas tecnologias, que en cuanto me empiezan a pedir que haga algo más allá de darle al enviar ( y además lo hacen en inglés, idioma del que no sé ni papa,) me salgo de la página) pero bueno lo escribo y así me quedo muy agustito.¡ que me mola mucho lo que escribes y como lo escribes.
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